El brutal homicidio de una mujer trans conmocionó a Colombia. Las muertes no se detuvieron allíEricks Webs DesignEricks Webs Design
Las advertencias eran imposibles de ignorar. Durante más de un año, varios grupos armados en el norte de Colombia habían distribuido volantes anunciando campañas militares contra integrantes de la comunidad LGBTQ. “Todos serán objetivos militares. No respetaremos edades. Ya hemos avanzado en labores de inteligencia y muchos han sido identificados”, advertía un volante en la […]
Las advertencias eran imposibles de ignorar. Durante más de un año, varios grupos armados en el norte de Colombia habían distribuido volantes anunciando campañas militares contra integrantes de la comunidad LGBTQ.
“Todos serán objetivos militares. No respetaremos edades. Ya hemos avanzado en labores de inteligencia y muchos han sido identificados”, advertía un volante en la región costera de La Guajira, fechado en marzo de 2024, que incluía una lista de personas específicas a matar. También advertía de un ataque más amplio contra “las depravaciones sexuales en la región: homosexuales, lesbianas, violadores, trans”.
No eran amenazas vacías. Incluso en medio del baño de sangre de la guerra civil de décadas en Colombia, el asesinato reiterado de personas LGBTQ destacaba por su brutalidad calculada. En abril, la mujer trans Sara Millerey se volvió un nombre conocido en todo el país, luego de que se viralizara un video de celular en el que se le veía aferrándose a unas cañas en un canal de aguas turbulentas a las afueras de Medellín, la segunda ciudad más grande del país.
A la mujer de 32 años le fracturaron las extremidades antes de arrojarla al agua, y parecía estar convulsionando del dolor. Era plena tarde, en una zona concurrida, pero las autoridades locales dicen que sus agresores ordenaron a los presentes no intervenir. Murió al día siguiente a causa de sus heridas.
Juan Carlos “Tito” Buelvas recuerda haber visto el video junto a su amiga cercana y también activista LGBTQ, Nawar Jiménez.
“El día en que todos supimos lo de Sara, estaba en todas las redes sociales y en la televisión”, dijo Buelvas a CNN. “Nawar me llamó de inmediato, estaba llorando… me dijo que estaba muy asustada después de ese asesinato”.
No se ocultaban. Una foto de abril muestra a Jiménez, de 30 años, en la calle de su ciudad natal, Carmen de Bolívar, en una protesta por Millerey. Pero tras sus gafas de sol, había lágrimas, según Buelvas. “En esa protesta, lloró tanto, temió por su vida”.
Pero, según Buelvas, detrás de las gafas estilo “cat-eye” de Jiménez había lágrimas. “En esa protesta, lloró muchísimo. Temía por su vida”.
Las políticas públicas de Colombia y el reconocimiento de las minorías de género y sexuales están entre los más progresistas de la región. Aun así, los asesinatos —a menudo sistemáticos y profundamente ligados a la historia violenta del país— continúan, y con pocas consecuencias.
El año pasado, solo 3 de las 155 investigaciones penales por homicidios de personas LGBTQ llegaron a un veredicto, según datos recopilados por la organización Caribe Afirmativo. Eso equivale a aproximadamente 2 %, en comparación con la tasa general de condenas por homicidio en Colombia del 9 % ese mismo año.
En lo que va de este año, han matado a casi 50 personas LGBTQ, lo que equivale a unas dos por semana.
El asesinato de Millerey, el 5 de abril, fue la muerte número 24 registrada por la organización.
El 22 de mayo, Jiménez se convirtió en la número 43.
Las llamadas campañas de “limpieza social” dirigidas a grupos minoritarios tienen una larga historia en Colombia, con vigilantes locales que imponen muerte y desplazamiento en nombre del orden y la ley.
En las décadas de 1980 y 1990, los escuadrones de la muerte se hicieron tristemente célebres por atacar a niños de la calle —considerados una molestia y consumidores de drogas—, además de presuntas trabajadoras sexuales, ladrones y otros grupos vistos como indeseables o “desechables”. También atacaban a activistas y defensores de derechos humanos.
Los expertos dicen que este tipo de ataques servía de pose moral y permitía que el mosaico de grupos armados rivales del país demostrara poder en las zonas que buscaban controlar, al dar ejemplos aterradores con grupos marginados.
Los hombres gay y las mujeres trans son hoy especialmente vulnerables porque ya están marginados en buena parte de Colombia, señala Cristal Downing, directora del proyecto Género y Conflicto del International Crisis Group.
“Entonces, si [el grupo armado] los mata, nadie va a venir a protegerlos, y eso asusta a otros integrantes de la comunidad para que se sometan”.
En la próspera Medellín, los vendedores ambulantes han transformado al antiguo narcotraficante local Pablo Escobar en una especie de mascota para recuerdos turísticos, pero los grupos armados que lo sucedieron aún controlan vastas zonas de las colinas que rodean la ciudad, donde la quebrada La García —que se tragó a Sara Millerey— serpentea entre polvorientos bloques de apartamentos.
Aquí, los integrantes de las bandas que imponen su versión del orden social suelen referirse a sí mismos como “los correctores”, le contaron múltiples habitantes de Medellín a CNN.
Camilo, miembro de una banda local, le dijo a CNN que su grupo no estuvo directamente involucrado en el asesinato de Millerey, pero explicó que todas las bandas de Medellín están regidas por una alianza conocida como “la Oficina”.
Poco sucede sin que la Oficina lo sepa: los cabecillas reparten el territorio entre distintos grupos que trafican drogas, extorsionan a los negocios locales y controlan sus barrios: desde el castigo de delitos callejeros, pasando por la intervención en disputas domésticas hasta llegar a la expulsión de residentes gais y trans.
Las bandas suelen dar dos advertencias antes de considerar justificado un asesinato, dijo.
“El entorno de ellos siempre va a ser aparte. ¿Por qué? Porque es que nosotros, los bandidos, no los queremos”, agregó Camilo, quien pidió mantener el anonimato. “Ellos vienen aquí a hacer lo suyo, y allí es donde se meten en problemas. Aquí les damos dos advertencias; no habrá una tercera”.
Dos hombres han sido detenidos y acusados en el caso de Millerey. Las autoridades locales alegan que los responsables la torturaron con el objetivo de “ejercer control social ilegalmente” y no permitieron que los transeúntes la sacaran del agua.
Ella estuvo en el río por más de una hora antes de que llegaran los servicios de emergencia para sacarla, contó anteriormente la madre de Millerey a la prensa local.
Camilo —quien afirma haber estado vinculado a los grupos armados de la ciudad desde los 14 años— cree que la complicidad en el asesinato fue mucho más amplia que la de cualquiera de los autores materiales.
“Nadie dijo nada. Por miedo. Porque yo te conozco. Porque vives en mi zona y si abres la boca aquí, yo miro quienes están a tu alrededor”, dijo Camilo.
De acuerdo con Gregorio Henríquez, antropólogo e investigador de conflictos en la Universidad Bolivariana de Medellín, muchas de las bandas barriales de Colombia pueden rastrear sus raíces ideológicas décadas atrás, cuando surgieron grupos paramilitares ultraconservadores que actuaban desenfrenadamente en la zona con la aprobación tácita del Gobierno.
El impacto de sus acciones siempre fue parte del propósito de esa iniciativa paramilitar, añade. “La atrocidad del crimen es proporcional al mensaje que quieren transmitir: es un crimen que la gente no va a olvidar. Por eso torturan y abusan, porque eso genera miedo, y el miedo es una de las herramientas más poderosas de control”.
Muy al norte, en la región de los Montes de María donde creció Nawar Jiménez, el terror sembrado por los grupos armados está profundamente arraigado. Esta zona fue devastada por el conflicto durante su infancia en los años 90 y 2000, y cada vez está más controlado por el Clan del Golfo, un poderoso grupo criminal que también se consolidó a principios de los 2000, derivado de grupos paramilitares desmovilizados.
Su madre recuerda la cancha de fútbol de Carmen de Bolívar como “sagrada” para la entonces fan del deporte Jiménez. Activista frontal y con una personalidad arrolladora que amaba bailar, Jiménez hizo pública su identidad de forma dramática: llegó a su ceremonia de graduación de la secundaria técnica con tacones y maquillaje, contó su amiga Buelvas.
Bajo la lógica fría de la “limpieza social”, era un blanco evidente: empobrecida, de un grupo minoritario, y que sobrevivía como trabajadora sexual.
“Nadie quiere hacer ese tipo de trabajo. Nawar soñaba con una carrera profesional para dejar la calle atrás”, dijo Buelvas a CNN. “Soñaba, por ejemplo, con ser abogada, pero mantenía ese sueño vivo. Estaba intentando salir del trabajo en la calle”.
Para el 22 de mayo había llovido intensamente durante varios días y Jiménez tenía dificultades para ganar dinero. Salió a la calle alrededor de las 10:00 p.m., pero no encontró clientes. Normalmente habría regresado a casa alrededor de la 1:30 a.m., pero según sus amigas decidió seguir intentando y finalmente, en la oscura madrugada, se dirigió a una glorieta a las afueras del pueblo.
Su cuerpo fue hallado allí, en una zanja cercana, a la mañana siguiente.
Como ocurre con la mayoría de los crímenes de odio en Colombia, nadie ha sido detenido, a pesar de la indignación que generó el homicidio de Millerey y la violencia anti-LGBTQ.
“Nuestros investigadores y fiscales están trabajando este caso como una alta prioridad”, dijo a CNN el teniente coronel Alejandro Reyes de la Policía Nacional de Colombia. “Sin embargo, aún no hemos podido identificar ni capturar al atacante”.
El Ministerio de Igualdad y Equidad de Colombia remitió el caso de Jiménez a una oficina especializada que investiga la violencia basada en la orientación sexual y la identidad de género.
Poco después del homicidio de Millerey —que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha condenado enérgicamente—, varios congresistas presentaron un proyecto de ley con su nombre, diseñado para impulsar a los fiscales a investigar mejor los crímenes contra personas LGBTQ, entre otras disposiciones.
Al menos sobre el papel, sería una adición destacada a las protecciones que ya existen en Colombia para la comunidad LGBTQ, que incluyen el matrimonio entre personas del mismo sexo, la adopción y el derecho a cambiar la identidad de género en documentos oficiales.
Pero el marcado contraste entre lo que dice el Gobierno de Colombia y lo que ocurre en lugares como Carmen de Bolívar y los barrios marginales de Medellín se ha convertido en un lugar común en los informes de las organizaciones de derechos humanos. Un experto de la ONU lo describió en mayo como la “brecha persistente entre las aspiraciones constitucionales y las realidades vividas” en Colombia.
Fuera de Bogotá —la primera capital de América Latina en elegir a una alcaldesa lesbiana en 2019—, muchos colombianos siguen condenando abiertamente las orientaciones sexuales e identidades de género diversas.
“Millerey como que se lo estaba buscando”, dijo a CNN un votante conservador de 60 años en Medellín, mientras caminaba con su familia.
“La sociedad moderna siempre está buscando estrategias para acoger estas conductas, para consentir esa forma de pensar… pero es una forma de pensar errada y equivocada a los ojos de Dios”, agregó.
Fue una opinión que repitieron varias personas entrevistadas por CNN en Medellín, el corazón del conservador departamento de Antioquia, una de las zonas más mortales para las personas LGBTQ en Colombia, según Caribe Afirmativo.
El conservadurismo profundamente arraigado en algunas partes del país también se ha visto alimentado por una reacción reciente contra la visibilidad LGBTQ en la cultura y la sociedad, lo que voces destacadas de la derecha global —desde influenciadores colombianos en redes sociales hasta la Casa Blanca de Estados Unidos— han comenzado a llamar “ideología de género”.
Jonathan Silva, un podcaster colombiano de derecha con más de 85.000 seguidores en distintas redes sociales, ha hecho campaña enérgicamente contra el nuevo proyecto de ley que protege a las personas trans. Sostiene que el Gobierno debería enfocarse en los problemas de seguridad que afectan al país y no en beneficios para la comunidad LGBTQ.
“Colombia es un país muy difícil. Colombia es un país que primero necesita sanarse desde la raíz, y debe haber una paz real para todas las personas. Y esa es nuestra postura: que todas las personas tengan justicia. Porque no se trata solo de lo que le pasó a Sara”, dijo Silva a CNN.
En los últimos meses, los colombianos han experimentado un aumento de enfrentamientos territoriales, explosiones, desplazamientos, asesinatos selectivos y desapariciones. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, el año pasado fue el peor para la paz en Colombia desde el acuerdo de 2016 entre las FARC —el grupo guerrillero más grande del país— y el Estado colombiano.
Pero en medio del caos, los miembros más marginados de la sociedad suelen ser los primeros blancos. En América —la región más letal del mundo—, la esperanza de vida promedio de una mujer trans es de apenas 35 años, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que atribuye esta realidad a la violencia, la pobreza y la exclusión social acumuladas.
Una tarde de domingo, durante la marcha anual del Orgullo celebrada en estos meses en Bogotá, el cielo estaba nublado, como es habitual, y había amenaza de lluvia mientras decenas de miles de personas salían a las calles. Algunas marchaban con pancartas oscuras que llevaban los nombres de Nawar, Sara y otras personas asesinadas este año. La mayoría bailaba al ritmo de la música que sonaba desde las carrozas arcoíris en movimiento, mientras avanzaban por la ciudad, en la que comenzaba a anochecer.
Una y otra vez, un lema silencioso se repetía con pintura temblorosa y marcadores sobre la piel desnuda, carteles caseros y camisetas: Nuestra existencia es resistencia —existir, en sí mismo, es un acto de desafío.
Reporteros
Stefano Pozzebon and Caitlin Hu
Cámara
Alexander Houghton
Editor
Sheena McKenzie
Productora de video sénior
Ladan Anoushfar
Editora de video
Bea Grimalt
Editora visual
Carlotta Dotto
Productora
Nathaly Triana
Coordinadora de producción
Marta Simonella
The-CNN-Wire
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